Leyendo a Alejandra Pizarnik de Rosa Lentini

I
Sólo un nombre se murmuraba Alejandra a sí misma en 1956, el año en que yo fui concebida. Cuarenta años más tarde leo el nombre en minúscula «alejandra», en boca de quien poseyó la muerte como la niña que en vientos grises espera la otra orilla, y escribe:

«debajo estoy yo
alejandra»

A su lado otra, enamorada de la niebla, dice no creer en el cuerpo que nunca existió.
Pienso ahora en la eternidad que sus palabras, en ese estar por debajo, despliegan en mi lectura.

II
Antigua sombra en el centro,
donde en la oscuridad
el doble es el contrario,
ambos, desgarraduras en la música
de la última sobreviviente,
juego cercando la avenida,
deshojada, de una poeta
que asienta su niebla;
más tarde el lugar se precipita,
tras escribir mucho
las fragmentaciones
suceden a los silencios,
irse sin quedarse
o hablar por los desmemoriados,
el hueco o el exceso,
el poema imponderable, alguna vez
en equilibrio cósmico
o con más flores,
el cuaderno escolar en el agua,
donde una bandada de pájaros
con antifaz golpea el aire.

“Y yo soy el temblor de todo lo azul,
la caída”, decía.

III
«Caer hasta tocar el fondo desolado».
Del otro lado el lazo mortal
sin para qué ni para quién.
Hay que escribir en la promesa,
cavando en la sombra, luz adentro.
Y dice: «el invierno sube por mí»,
y es más en el interior consigo.
El silencio poseyó tu puerta,
zanja y hueco. Pasa alguien
como lobo gris en la noche
con su camada desollada,
mientras la muerte talla sus huesos
como esculturas, como flautas.
El silencio es de plata, la música
de diamante y la muerte no es
un puñal de oro.

IV
De cara al cielo
se clausura
al terminar, al recomenzar,
lo que no es otro
ni es nada;
buscar fue un vértigo,
ángel petrificado
o desposesión de lluvia,
palabras adolescentes que,
maleza entre escombros,
no quieren volverse;
girar la ausencia
en los colores del bosque
ni voz lejanísima
ni cruzar sin alas.

“Hablo del lugar en el que se forman
los cuerpos poéticos” dijo.

V
La vida no desplegó su término
en una sola mañana, alguna vez
el centro del mundo tampoco es
su resignación, lugar de metamorfosis
en contra, saliva de los árboles.
Una cosa es ella misma si
no sabemos ocultarla. Restos,
como el duelo, muriendo de orfandad.
Ojos, muriendo de espejos.
La viajera visitando la mirada.

VI
La forma de alejarse de la rada
cuando empezaba a aprender
en la luz mortecina de su rostro
y a escuchar como si pudiera oírse
bajo el agua; criatura del fondo.

Una voz
y otra voz detrás,
los lentos pliegues de la doble memoria.

Con dormidas cortezas de árbol sobre el pecho
ahora es fácil saberla abrazada a la tierra,
mirar el jardín por donde decía no venir,
sus palabras de cueva de espaldas a las nubes.

Verla transformarse en Virgen de las Rocas.

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