Avena diste, nubes.
Diste el silencio de la tierra,
la densa pulsación de un vino
que lamía la carne. Diste el ocre
ribazo que alimenta
esas brozas.
Sabíamos de las piedras
-de noche allí se posan los mochuelos-,
las diferentes copas y los modos
de estar, de ser ásperos, duros,
el olivo, el almendro, el algarrobo.
Para nosotros era el tiempo raudo,
más difícil la llama de la sangre;
pues yo creía ver
en el tostado rosa de la piel
los puntos
de arena aún,
la sal ya seca en finos
encajes, en el pelo aún mojado
de aquella agua del mar que en él olía;
yo allí creía ver algo más hondo
que un fácil cuerno de abundancia.
Oh ribazo clemente, entonces vino
tu cuerpo, vino tu sustancia,
tu hondura, tu volteo
en la luz, en las nubes y la broza.
Vino entonces el acto de las ropas,
tosco, el tanteo de los frutos
que a las manos prendían en sus cepos.
Y nosotros sabíamos, no obstante.
que estábamos perdidos,
hundidos en la tibia madriguera,
en el vergel viscoso de un instante.
Allí, prietos, como un canto rodado
en el lecho del río; allí, entregados,
mas sin perder la aguja que te punza
la frente. Y, por eso mismo,
serios, humanos, con la vida cierta,
verdadera, en sus límites tenaces.
Aquí había de ser la salvación
o no sería nunca.
No, no lo sería.
Así había que ser, amargos
como el baladre en medio de la rambla;
ásperos, duros, como la carrasca;
simples, intensos, sin quererlo ser ,
como el tomillo; sabedores mudos,
como la roca, como el cielo raso,
que allí están y allí insisten, y allí esperan.