¿Qué me importa que seas casta? Sé bella y triste.
Las lágrimas aumentan de tu faz el encanto.
Reverdece el paisaje de la fuente al quebranto;
la tormenta a las flores de frescura reviste.
Eres más la que amo si la melancolía
consterna tu mirada; si en lago de negrura
tu corazón naufraga; si el ayer su pavura
tiende sobre tus horas como nube sombría.
Eres la Bien-Amada si tu pupila vierte
-tibia como la sangre- su raudal; si aunque blanda
mi caricia te arrulle, lenta y ruda se agranda
tu angustia con el trémulo presagio de la muerte.
¡Oh voluptuosidades profundas y divinas!
¡Salmo de los deleites entonado en sollozos!
Tus ojos, como perlas, son fuegos misteriosos
con que las interiores penumbras iluminas.
Tu corazón es fragua; la pasión insepulta
como ascua inextinta, dispersa su destello;
y bajo la celeste blancura de tu cuello
un poco de satánica rebeldía se oculta.
Pero en tanto, Adorada, que no pueblen tus sueños
pesadillas sin término, reflejos avernales,
y en lívidas visiones de azufre mil puñales
tajen tu carne ebria de filtros y beleños,
y a todas las quimeras pávida esclavizada
el augurio funesto mires a cada paso,
y convulsa te acojas al letárgico abrazo
del tedio irresistible que anuncia la alborada.
Tú no podrás, -oh sierva que me impones tu ley
y a tu amor me encadenas perversa y temblorosa,
decirme desde el antro de la noche morbosa,
con el alma en un grito: Yo soy tú mismo, ¡oh Rey!
Versión de Carlos López Narváez