Tarde, ya en el umbral de mis noventa años
se abrió la puerta en mí y entré
en la claridad de la mañana.
Sentía cómo se alejaban de mí, como naves,
una tras otra, mis existencias anteriores con sus congojas.
Aparecían, otorgados a mi buril,
países, ciudades, jardines, bahías, para que los describiera
mejor que antaño.
No vivía separado de la gente, el pesar y la piedad
nos unieron y dije: olvidamos que todos somos
hijos del Rey.
Porque venimos de allí donde aún no hay
división entre el Sí y el No, no hay división entre el es,
el será y el ha sido.
Somos infelices porque hacemos uso de menos de
una centésima parte del don que habíamos recibido
para nuestro largo viaje.
Momentos de ayer y de hace siglos: un corte de espada,
un maquillaje de pestañas delante de un espejo de metal
bruñido, un disparo mortal de mosquete, una colisión
de una carabela con un arrecife, se mezclan en nosotros
y esperan su cumplimiento.
Siempre he sabido que seré obrero en la viña,
al igual que todos mis contemporáneos,
conscientes de ello, o inconscientes.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz