Mi alma es una ramerita, Dios.
No quiero amar al prójimo. La fiesta
de la alegría ajena añade gotas
de hiel al ojo. Crece la maleza
de mi maldad si otros son felices.
Mi corazón al colmo siempre llega.
Yo peco, sí, yo pronto me extravío.
Me gusta darme al vicio y la pereza.
Yo canto maldiciones en mi cuarto.
El mal hablar de alguna pobre vieja
asmática se eleva por mi voz.
La perdición de otros me contenta.
Pasada ya de copas me derrumbo
sobre mi lecho componiendo un himno:
Mi Dios, lejano Dios, perfecto Padre,
soy esa oveja que perdió tu Hijo.
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