Benditas sean las cosas que llegan siempre tarde
y no lo sienten
–perdidas ya de vista o bien batidas
o incluso blanquecinas al sol del tacto–;
su demora nos libra del sofoco
propio de cualquier logro puntual
engullido
sin pasar por el paladar («¡a otra cosa!»)
de la gratitud no rentable.
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