Memoria de José Carlos Becerra

He vuelto al sitio señalado, a tu rastro de aguas amargas;
el atardecer ha caído al fondo del mar como un pecho muerto
y una campana da la hora cubriéndome de espuma.

Vuelvo a ti,
el otoño y el grillo se unen en la victoria del polvo.
Vuelvo a ti, vuelves a la caída, al primer acto.

Te levantaste de tus ojos con un golpe de amor en la frente,
con una piel de yerba que la mañana quería.
Te levantaste envuelta en tu tiempo,
todavía no arrollada por tu desnudez, por tu boca que se convierte
en una caída de hojas que el bosque padecerá oscureciéndose.

Te levantaste de lo que sabías,
de lo que olvidabas como se olvida la lanzada del mar
y un día nos despierta su ruido profético.
Te levantaste de tu frente
que era el horizonte elegido por la noche para su desembarco.

Yo esperaba, la noche se abría como un abanico de humo y conjuraciones
el rey muerto que llevamos dentro
se rió en el fondo de su ataúd de lodo.

Yo esperaba. Oía el retroceso, lo repentino del avance.
Nombraste mi pecho con un esguince nocturno,
la luz hacía en tus ojos su tarea oscura,
de pronto me miraste, ¿desde dónde?
¿Desde tus ojos que me veían o desde tus ojos que no me veían?
Y naciste bajo tu desnudez con un movimiento de agua y recuerdos.

A la hora del enlace de cuerpos, a la hora del brindis,
a la hora de la lágrima plantada en el jardín prohibido,
en la nada promiscua de las historias olvidadas,
en una brusca pregunta, en las conversaciones fatigadas,
en el modo como te quitaste los guantes:
—¿Te acuerdas?— dijiste avanzando.

Ese obsequioso silencio, esa pausa levanta polvo en tu corazón.
El tiempo reunido en una mano, en un guante que cae haciendo señas
por una ladera de palabras dormidas.

—¿Te acuerdas?— dijiste.
La palabra, el movimiento de la carne sobre el pecho de la tierra,
el idioma que la noche deja caer en los ojos como un puñado de piedras preciosas,
piedras que se convierten en guantes que caen.

Fruto prohibido y dieta recomendada por hábitos nuevos.
La mentira bosteza engordando,
el cansancio estira su lengua para cantarnos al oído.
La noche despierta en el muladar que los locos heredan,
la luz de mercurio petrifica en las calles gestos olvidados;
yo miro la ciudad desde la terraza,
la luz de los autos hundiéndose en el irremisible momento,
en el tiempo que aún sostengo con un vaso en la mano,
en el tiempo que despide tu rostro naciendo,
en el tiempo que hace del movimiento y la caída
el sólo momento.

—¿Te acuerdas?— dijiste.
Respiraste tendida, tus ojos se cerraron en la llegada del mundo.

La noche llegó en tu corazón, tú regresaste.
Rastro de alas dolorosas, de límites caídos al agua.

—¿Te acuerdas?— dijiste quitándote los guantes.

—¿Te acuerdas?— dijiste abriendo los ojos.

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