Mi hijo de Cira Andrés

Mi hijo, digo, es el tesoro más grande de mi vida, y saltan estrepitosos los animales que mi madre descuartizaba feliz para que nosotros dijéramos éste es el vino seco y el comino, la hoja de laurel victoriosa que entrará a los canales de la sangre. Allí están las tardes con su olor a plumas mojadas, las tardes únicas detrás de la vidiriera de los años, cercanas e i inaccesibles como las boutiques de lujo. Mi hijo, digo, y siento una pena infinita, lagartijas bicolores pasean su pesadez sobre las sábanas blancas, hacen su cacería, su rito inocente, conocen sobre el cuerpo palpitante la tierra húmeda que les ofrendo para depositarles después el coralillo y el jazmín y descubrir que la muerte no es un paisaje, un lugar donde quedas subordinado a otras leyes, sino la destrucción para siempre de alguna región de la infancia. Aquí está todo, es decir, está mi vida, la pasión con que he vivido cada segundo, la admiración de ese cuerpo dócil que yace sepultado por mí, conmigo.

Qué nos libera y qué nos atrapa. Quién pone la mano dictadora, las palabras no encierran ni engañan, por primera vez dices papá, luego me llamas y estoy en el límite del desconocimiento y la sabiduría. Liberad o trampa para el dolor, el amor del hijo enmienda, que bueno que estás, que existas. Dios creó al universo y nosotros estamos aquí, testimoniando. Pongo la ignorania donde tu pones la fe y pongo la mesa debajo de los árboles, una cena suculenta, vinos, dulces de navidad, y me sorprendo sola, angustiada, ausentes los invitados, saliendo por una puerta secreta, sin regreso posible veo a mi padre, a mi hermano, a casi todos los tíos, los abuelos, a mi primo Armando, rosado como los angelotes. No los conocerás mi hijo, no estarás en aquellas sino en otras cenas y otros vinos, en ciudades diferentes, sin las grandes sábanas, los arroyos dulces donde nos bautizamos añorantes. Esta es la vida, su único depredador el tiempo, dos barcos en alta mar diciéndonos adiós, amándanos. Hay en Salamana unos labradores que tienen un camino de nuestra sangre, en Camagüey todavía hacen surgir las espigas de arroz como un canto al cielo los hermanos y el hijo de mi padre. Ellos nos salvan en su pasión de los grandes escenarios, la tramoya del mundo en que perdemos la inocencia.

Oh, mi hijo, tu eres el gran tesoro de mi vida, te aseguro, y mi madre queda de espaldas, casi tranquila, preparando como siempre el alimento sagrado para los que regresan, sin sonreír, sin preguntar por los otros, resignada. En el patio juegas con las aves de corral, desafías al gallo y descubres su arma de defensa: las espuelas. -¿Para qué mamá, y yo con qué voy a defenderme?Te muestro las matas de cilantro, respira, te digo, ese olor sirve para todo, piensa en los grandes viñedos, el oro del arroz crujiendo entre tus manos y la multitud laboriosa que lo hace posible, son nuestras armas secretas, las mejores.

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