Era un pequeño dios: nací inmortal.
Un emisario de oro
dejó eternas y vivas las aguas de la mar,
y quise recluir el cuerpo en su frescura;
pobló de un son de abejas los huertos de naranjos,
y en tomo a tantos frutos se volcaba el azahar.
Descendía, vasto y suave, el azul
a las ramas más altas de los pinos,
y el aire, no visible, las movía.
El silencio era luz.
Desde el centro más duro de mis ojos
rasgaba yo los velos de los vientos,
el vuelo sosegado de las noches,
y tras el rosa ardiente de una lágrima
acechaba el nacer de las estrellas.
El mundo era desnudo, y sólo yo miraba.
y todo lo creaba la inocencia.
El mundo aún permanece. Y existimos.
Miradme ahora mortal; sólo culpable.
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