Es de noche: el monasterio
que alzó Felipe Segundo
para admiración del mundo
y ostentación de su imperio,
yace envuelto en el misterio
y en las tinieblas sumido.
De nuestro poder, ya hundido,
último resto glorioso,
parece que está el coloso
al pie del monte, rendido.
El viento del Guadarrama
deja sus antros obscuros,
y estrellándose en los muros
del templo, se agita y brama.
Fugaz y rojiza llama
surca el ancho firmamento,
y a veces, como un lamento,
resuena el lúgubre son
con que llama a la oración
la campana del convento.
La iglesia, triste y sombría,
en honda calma reposa,
tan helada y silenciosa
como una tumba vacía.
Colgada lámpara envía
su incierta luz a lo lejos,
y a sus trémulos reflejos
llegan, huyen, se levantan
esas mil sombras que espantan
a los niños y a los viejos.
De pronto, claro y distinto,
la regia cripta conmueve
ruido extraño, que aunque leve,
llena el mortuorio recinto.
Es que el César Carlos Quinto,
con mano firme y segura
entreabre su sepultura,
y haciendo una horrible mueca,
su faz carcomida y seca
asoma por la hendidura.
Golpea su descarnada
frente con tenaz empeño,
como quien sale de un sueño
sin acordarse de nada.
Recorre con su mirada
aquel lugar solitario,
alza el mármol funerario,
y arrebatado y resuelto
salta del sepulcro, envuelto
en su andrajoso sudario.
«¡Hola!» grita en son de guerra
con aquella voz concisa,
que oyó en el siglo, sumisa
y amedrentada la tierra.
«¡Volcad la losa que os cierra!
Vástagos de imperial rama,
varones que honráis la fama,
antiguas y excelsas glorias,
de vuestras urnas mortuorias
salid, que el César os llama.»
Contestando a estos conjuros,
un clamor confuso y hondo
parece brotar del fondo,
de aquellos mármoles duros.
Surgen vapores impuros
de los sepulcros ya abiertos:
la serie de reyes muertos
después a salir empieza,
y es de notar la tristeza,
el gesto despavorido
de los que han envilecido
la corona en su cabeza.
Grave, solemne, pausado,
se alza Felipe Segundo,
en su lucha con el mundo
vencido, mas no domado.
Su hijo se despierta al lado,
y detrás del rey devoto,
aquel que humillado y roto
vio desmoronarse a España,
cual granítica montaña
a impulsos del terremoto.
Luego el monarca enfermizo,
de infausta y negra memoria,
en cuya Edad nuestra gloria,
como nieve se deshizo.
Bajo el poder de su hechizo
se estremece todavía.
¡Ay, qué terrible armonía,
qué obscuro enlace se nota
entre aquel mísero idiota
y su exhausta monarquía!
Con terrífica sorpresa
y en silencioso concierto,
todos los reyes que han muerto
van saliendo de su huesa.
La ya apagada pavesa
cobra los vitales bríos,
y se aglomeran sombríos
aquellos yertos despojos,
aquellas cuencas sin ojos,
aquellos cráneos vacíos.
De los monarcas en pos,
respondiendo al llamamiento,
cual si llegara el momento
del santo juicio de Dios,
acuden de dos en dos
por claustros y corredores,
príncipes, grandes señores,
prelados, frailes, guerreros,
favoritos, consejeros,
teólogos e inquisidores.
¡Qué es mirar como serpea
por su semblante amarillo
el fosforescente brillo
que la podredumbre crea!
¡Qué espíritu no flaquea
con mil terrores secretos,
viendo aquellos esqueletos,
que ante el César, que los nombra,
se deslizan por la sombra
mudos, absortos, inquietos!
¡Cuántas altas potestades,
cuántas grandezas pasadas,
cuántas invictas espadas,
cuántas firmes voluntades
en aquellas soledades
muestran sus restos livianos!
¡Cuántos cráneos soberanos,
que el genio habitara en vida,
convertidos en guarida
de miserables gusanos!
Desde el triste panteón
en que se agolpa y hacina,
hacia el templo se encamina
la fúnebre procesión.
Marcha con pausado son
tras del rey que la congrega,
y cuando a la iglesia llega,
inunda la altiva nave
un resplandor tibio y suave,
que ni deslumbra ni ciega.
Guardando el regio decoro,
como en los siglos pasados,
reyes, príncipes, prelados
toman asiento en el coro.
Después en tropel sonoro
por el templo se derrama,
rindiendo culto a la fama
con que llena las historias,
aquel haz de muertas glorias,
que el César convoca y llama.
Por mandato soberano
de Carlos, que el cetro ostenta,
llega al órgano y se sienta
un viejo esqueleto humano.
La seca y huesosa mano
en el gran teclado imprime,
y la música sublime,
que a inmensos raudales brota,
parece que en cada nota
reza y llora, canta y gime.
Uniendo al acorde santo
su voz, los muertos despojos
caen ante el ara de hinojos
y a Dios elevan su canto.
Honda expresión del quebranto,
aquel eco de la tumba
crece, se dilata, zumba,
y al paso que va creciendo,
resuena con el estruendo
de un mundo que se derrumba:
«Fuimos las ondas de un río
caudaloso y desbordado.
Hoy la fuente se ha secado,
hoy el cauce está vacío.
Ya ¡oh Dios! nuestro poderío
se extingue, se apaga y muere.
¡Miserere!
»¡Maldito, maldito sea
aquel portentoso invento
que dio vida al pensamiento
y alas de luz a la idea!
El verbo animado ondea
y como el rayo nos hiere.
¡Miserere!
»¡Maldito el hilo fecundo
que a los pueblos eslabona,
y busca, y cuenta, y pregona
las pulsaciones del mundo!
Ya en el silencio profundo
ninguna injusticia muere.
¡Miserere!
»Ya no vive cada raza
en solitario destierro,
ya con vínculo de hierro
la humana especie se enlaza.
Ya el aislamiento rechaza:
ya la libertad prefiere.
¡Miserere!
»Rígido y brutal azote
con desacordado empuje
sobre las espaldas cruje
del rey y del sacerdote.
Ya nada existe que embote
el golpe ¡oh Dios! que nos hiere.
¡Miserere!
»Mas ¡ay! que en su audacia loca,
también el orgullo humano
pone en los cielos su mano
y a ti, Señor, te provoca.
Mientras blasfeme su boca
ni paz ni ventura espere.
¡Miserere!
»No en la tormenta enemiga:
no en el insondable abismo:
el mundo lleva en sí mismo
el rayo que le castiga.
Sin compasión ni fatiga
hoy nos mata; pero muere.
¡Miserere!
»Grande y caudaloso río,
que corres precipitado,
ve que el nuestro se ha secado
y tiene el cauce vacío.
¡No prevalezca el impío,
ni la iniquidad prospere!
¡Miserere!»
Súbito, con sordo ruido
cruje el órgano y estalla,
la luz se amortigua y calla
el concurso dolorido.
Al disiparse el sonido
del grave y solemne canto
llega a su colmo el espanto
de las mudas calaveras,
y de sus órbitas hueras
desciende abundoso llanto.
A medida que decrece
la luz misteriosa y vaga,
todo murmullo se apaga
y el cuadro se desvanece.
Con el alba que aparece
la procesión se evapora,
y mientras la blanca aurora
esparce su lumbre escasa,
a lo lejos silba y pasa
la rauda locomotora.