Monólogo de Zimmer de Jesús Munárriz

No es un huésped molesto, pese a todo.
Sólo es un niño grande. Los niños, ya se sabe,
dan a veces disgustos, tabarras; también él.
Pero si está tranquilo es agradable:
charla, improvisa versos, se vuelve muy locuaz
o disfruta de la naturaleza, sonriente.

En el buen tiempo me acompaña al huerto
o a la viña y mientras yo trabajo él coge flores,
que luego olvida. El sol le hace feliz
y se abandona a su calor, sobre la hierba,
y se le va ese frío que le atrista por dentro.

Es un hombre tranquilo si se le deja en paz,
pero los críos, a veces, le importunan
y vuelve a casa de mal genio, y no hay quién pare
pasea por su cuarto como fiera enjaulada
o nos saca de quicio con el piano,
machacando las mismas teclas siempre.

Le ocurre, sobre todo, en el mal tiempo,
con el frío, la lluvia, el cielo gris,
días y días sin salir de la buhardilla,
sin cortarse las uñas ni el pelo, ni la barba,
sin asearse,
asomado al cristal con ojos idos,
perdidos en el Neckar,
taconeando el suelo horas y horas.

Pero por qué insistir en estas cosas:
todos tenemos días malos.
En general, se porta bien. Y me hace compañía.
Además, es muy entretenido
la gente que conoce. De otros tiempos.
A veces le visitan -no mucho, es la verdad-
y pasan por mi casa señorones, o escritores famosos,
o señoritas interesantísimas
que le contemplan con respeto
y le piden poemas dedicados.

Yo les ofrezco vino, o agua fresca,
o frutas en verano,
y ellos me hablan de él, de lo importante
que podía haber sido, de su talento
extrañamente roto, de su hermosura
y de la de sus versos.

Yo les cuento diabluras que me hace
y les divierten o les ponen tristes, depende,
y al despedirse, algunos, dejan unas monedas
para comprarle dulces, que le gustan muchísimo.

Cuando se van, a él le cambia la cara
y se queda pensando, ensimismado,
y está así varios días, como dándole vueltas,
rumiándolo, y entonces
yo lo observo sin que él se dé cuenta
y siempre pienso: no está loco,
sólo hace lo que quiere,
libre, en paz.

De pronto, cualquier cosa,
un gorrión, unos mirlos, una insignificancia
le vuelve a su mirar de niño grande
y sonríe otra vez, no se sabe, como a las musarañas,
y a mí me desconcierta porque lo veo ido
y también me lo creo.

De ella, no habla nunca. Si la nombran
en su presencia o le preguntan
por aquella señora,
finge no recordar o les responde
que le dio nueve hijos,
todos de altos destinos: papa, rey…
Luego, a solas, cuando no le ve nadie,
sube a su torre y llora. Yo le he oído
a través de la puerta. y me partía el alma.

En fin señores, ahora me parece
que he charlado de más
y les estoy cansando.
Como les dije, no es un huéped molesto
y estoy muy orgulloso de tenerlo en mi casa
de sencillo ebanista.
Así que vuelvan cuando quieran,
ya ven que ha sido muy correcto con ustedes
y que no le ha aburrido su visita.
Mucho me alegra haberles conocido.
Adión, señores.
Zimmer.
A sus pies.

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