En el más cariñoso lecho
me siento morir,
cuando en la naturaleza,
toda mansa como jardín.
Muelle, el ala del ángel blanco
-¡qué piedad, qué ternura al fin!-,
primera vez roza mis hombros
como el arco roza el violín.
Esta frescura de saber
que también nos vamos de aquí,
¡qué novedad en la conciencia,
qué persuasión blanda y sutil!
¡Que conformidad, qué tersura,
qué dejarse ir!
Sus filos y puntas los actos
redondean al llegar a mí.
Ni la sangría del estoico
que se amenguaba sin sentir,
ni el áspid que apenas besaba
el botón de ansioso carmín:
Lento declive, y tan seguro
-hinchado de sí-
que ni da lugar a lamentos
ni a temores, ni
siquiera al vago cosquilleo
de ese minuto por venir
en que se ha de abrir a mis ojos
algo que se tiene que abrir.
¡Qué natural lo que se acaba
cuando ya se apaga por sí!
Voy con la razón satisfecha,
dormido, contento feliz.
¡Y yo que viví tantos años,
tantos años como perdí,
sin dar oídos a la esfinge
que susurraba junto a mí!
Yo no sabia que la vida
se reclina y se tiene así
en esa gula de la nada
que es su diván, es su cojín.