Cuando a nuestros hogares la diosa severa desciende,
se oye de lejos el rumor de sus alas.
La sombra que proyecta cuando gélida, avanza,
difunde en torno lúgubres silencios.
Su cabeza los hombres inclinan cuando ella ha llegado;
los femeninos pechos tiemblan de anhelo.
Así en los altos bosques, cuando julio condensa huracanes,
ni un soplo corre por las verdosas cumbres;
como inmóviles, yertos, deja el escalofrío a los bosques;
sólo se escucha al río que gime ronco.
Entra ella, y pasa, y toca; sin volverse siquiera, derriba
los arbolitos, de su frescor gozosos;
siega la rubia espiga, y arranca también los agraces;
llévase esposas, llévase las doncellas
galanas y los niños; éstos tienden sus brazos de rosa
hacia el sol, bajo el ala negra, y sonríen.
¡Triste el hogar en donde, frente a rostros de padres dolientes,
pálida diosa, vidas nuevas apagas!
Dentro de sus paredes, risas y voces festivas no se oyen,
ni bisbiseos, como en nidos de mayo.
No se oyen los rumores de los años que crecen alegres,
ni de amor cuitas, ni las danzas de boda.
Allí los que perviven, en la sombra envejecen, atentos
siempre a tus pasos; siempre, ¡oh diosa!, esperándote.
Versión de Amando Lázaro