Muerte de Don Alvaro de Luna

Con triste y grave semblante
oyendo está la sentencia
el Condestable de Luna,
sin género de flaqueza.
No le ha turbado el temor
de la muerte, ni el afrenta
del acusado delito;
antes dice con paciencia:

‘Justo pago ha dado el cielo
a mi privanza soberbia,
que de servicios humildes
favores de un rey la engendra,
pues como hiedra en sus brazos
creció, y en fin, como hiedra,
en faltándole su sombra
no hay cosa que no la ofenda.
Nadie procure privar
con los reyes, porque sepan
que quien más con reyes priva
tiene la muerte más cerca;
que la privanza en el suelo
es una insaciable fiera,
tósigo que sin sentirse
se derrama por las venas:
es blanco donde la envidia
todos sus tiros asesta;
terreno de las malicias,
fortaleza sin defensa.
Púsome a mí la fortuna
en la cumbre de su rueda;
mas como es rueda,
rodó hasta bajarme a la tierra.
¡Ah, segundo rey Don Juan
y qué contento muriera,
si por servirte este día
me quitaras la cabeza!
Más siento perder la fama
que me quita tu grandeza,
que el castigo que me das,
puesto que lo mereciera.
No me espantará la muerte,
pues no es morir cosa nueva.
Mas morir en tu desgracia,
más que el morir me atormenta.
Si jamás en dicho o hecho
ofendí tu real grandeza,
no me perdone mis culpas
Dios, a quien voy a dar cuenta;
si no es que el hado infelice,
mi clima y fatal estrella
quiso, porque el cielo quiso
que con voz de traidor muera.
Luna fui que allá en tu cielo
tanto crecí, que pudiera
cual otro Faetón al mundo
abrasar, si traidor fuera;
pero mientras no vencieron
las envidiosas tinieblas
de tu sol las confianzas
en la fe de mi nobleza,
mi luna dio tanta luz
con la tuya acá en la tierra,
que de envidia se turbaron
en tu cielo mis estrellas,
do hicieron tales efectos
en el sol de tu grandeza,
que hacen menguar a mi luna
antes que se viese llena.
Erró la ventura el tiro,
desenfrenaron las lenguas
los émulos, y acertaron
dalles tu grata audiencia;
y como todo es finito,
el bien que nos da la tierra,
en tierra me vuelvo yo
con esta inmortal afrenta.
Crezcan contentos agora
los que mi menguante esperan;
mas miren que acaba el mío
cuando a llenarse comienzan.’

Quiso pasar adelante,
mas no pudo, porque entran
el de Zúñiga y seis frailes,
que ya ha rato que le esperan.
Acompañóle gran gente,
como amiga de novelas,
hasta que en el cadahalso
vio el verdugo que le espera.
Abrazóse a un crucifijo
vertiendo lágrimas tiernas;
que un pecho que está sin culpa
con facilidad las echa.
Vueltos los ojos al cielo
y las rodillas en tierra,
dijo:

‘Dulce Señor mío,
mi alma se os encomienda.’

Cortó el astuto verdugo
de los hombros la cabeza,
que por el aire decía:

‘Credo, credo, es fuerza, es fuerza…’

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