Muertos. 17 de enero de 1996 de Isla Correyero

Yo sé muy bien que un muerto no se da la vuelta ni
abre las manos, ni gira la cabeza para ver el otoño.

Lo sé, racionalmente, porque he visto a los muertos
con su anatomía parada y exprimida
y nadie viene nunca a verlos cómo crecen.

Y es que crecen a solas en el olvido de los hospitales,
dentro de esas auroras de acero a donde llegan para
pasar al frío eterno de los pobres.

Si no se les aplasta el algodón preciso en las fosas
nasales
y la espesa torcida de algodón en la boca,
y la larga del recto, y las otras distancias,
ellos suben y suben la vida como el musgo
y se agarran los ojos y vuelven a por aire.

Nada pasa en la muerte que no esté deslumbrado.

Nada que la agonía no viole, si uno escucha.

Se ve todo amarillo y dentro de la sábana se escu-
chan los sollozos de animales muy blancos.

-No importa que me crean. Yo sólo digo esto que
pasará a las manos de un muerto, como yo,
con las manos abiertas, que contemple este libro-.

Creciendo y respirando algunos dan la vuelta
y arañan y se comen la tela y los pulmones.

Pequeñas criaturas que despiertan del frío
y sufren en silencio porque no viene nadie.

¡Quién no ha entrado en el ruido de una madera rota,
del acero y el vaho que llega de la cámara!

Sólo nuestras lesiones no escuchan a los muertos
y ellos se desesperan, terriblemente móviles,
mojados, prisioneros, despiertos,
y se van…

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