La penumbra vacía de esa pequeña sala
guarda las campanadas de un reloj de pared.
Como un juguete antiguo suena su mecanismo,
la cuerda de hojalata entre nácares negros.
Poco a poco la tarde asoma encapotada
a las vitrinas, triste. Las encuadernaciones
con el oro cansado y las viejas granadas
de los lomos ya crujen de carcoma y polilla.
Abiertos sobre la mesa, pesada como un barco,
hay un montón de libros. Y estampas militares
que al rozarlas el aire desprenden un perfume
de caudaloso Sena, de cueva y humedades.
Éste es sitio tranquilo con algo galdosiano:
mecedoras que suenan, candelabros, espejos
con azogues leprosos y en el vitral pintado
un jardín erudito de fuente con Cupido.
Ya hace falta encender unas bombillas pobres
para ver aquí dentro. Pega fuera la lluvia.
Y cuando vuelve a oírse la hora en el reloj,
por estas mismas sombras han pasado cien años.