Amanecía tu voz
tan perezosa, tan blanda,
como si el día anterior
hubiera
llovido sobre tu alma…
Era, primero, un temblor
confuso del corazón,
una duda de poner
sobre los hielos del agua
el pie
desnudo de la palabra
Después,
iba quedando la flor
de la emoción, enredada
a los hilos de la voz
con esos garfios de escarcha
que el sol
desfleca en cintillos de agua.
Y se apagaba y se iba
poniendo blanca,
hasta dejar traslucir,
como la luna del alba,
la luz
tenue de la madrugada.
Y se apagaba y se iba,
¡ay!, haciendo tan delgada.
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