Cuando abro los periódicos
(perdón por la inmodestia, pero a veces
un poco de verdad
es más alimenticia y confortante
que un par de huevos a la mexicana)
es para leer mi nombre escrito en ellos.
Mi nombre, que no abrevio por ninguna razón,
es, a pesar de todo, tan pequeño
como una anguila huidiza y se me pierde
entre las líneas ágata que si hablaban de mí
no recurrían más que al adjetivo neutro
tras el que se ocultaba mi persona, mi libro,
mi última conferencia.
¡Bah! ¡Qué importaba! ¡Estaba ahí! ¡Existía!
Real, patente ante mis propios ojos.
Pero cuando no estaba… Bueno, en fin,
hay que ensayar la muerte puesto que se es mortal.
Y cuando era una errata…
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