A Elena Martín Vivaldi
Bocas de vidrio, esbozos de penumbras.
Adelantados o doblados
o pertinaces en su insomne palidez
de vientos como llamas, los narcisos
entregan su aroma, luna de invierno.
Florecer y morir, qué triste júbilo.
Su dispersa agrupación conmueve
el corazón del hombre, pues conoce
que la armonía existe, mas tenerla
sometida no puede a su dominio.
Todo es renuncia: de tanto aroma
nada se percibe, como en la muchedumbre
de los besos tantos pierden relieve,
sólo el beso inicial y el postrero
perduran.
Hanse abierto en los días
cálidos de febrero, largamente esperados,
interludio suavísimo
entre la agria orquestación del otoño
y el ascenso difuso y orgiástico del polen.
Y se propagan y se ofrecen y su obsequio
es cuasi monacal, como si una vidriera
de ponientes áureos derramara
no sé qué olvido glorioso en el tocado
de la novicia, ella, tan nueva, entrada
en la sabiduría de la entrega.
En las columnas del incienso,
en el cavado resonar del órgano
suspenso, en el ilustre bisbiseo
latino de letanías, hay la misma floración
angustiosa de los narcisos,
algo intacto que pasa, y no relámpago;
algo que es luz y, al tiempo, materia deleznable;
algo que llena el pecho de veneno y promesas.
Algo como una nube que transita en silencio.