Ni la voz precedida por el eco
ni el reflejo voraz de los desnudos
cuerpos en el azogue de los mudos
cristales, sino el trazo escueto, seco:
las frutas en la mesa y el paisaje
colonial. Cuando el tiempo de la siesta
nos envolvía en lo denso de su oleaje,
o en el rumor de su apagada fiesta,
cuando de uno en el otro se extinguía
la sed, cuando avanzaba por la huerta
la luz que el flaboyant enrojecía,
abríamos entonces la gran puerta
al rumor insular del mediodía
y a la puntual naturaleza muerta.
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