No llores, América (II) de Julio Llinás

Telemacus
Desde la isla de pájaros de lentes
y corbata de lazo,
la tonta dama francesa de cincuenta
metros
gobierna la ciudad de bocadillos de
pastrami
y coca cola
en los carteles de Times Square.

Sin vagabundos o putas no hay
ciudad,
dice Telemacus Malone, que nutre
las palomas
con veneno para ratas.
Ha sobornado a un oficial de policía
que le permite el juego
y hace la vista gorda ante el rimero
de palomas muertas.

Esto es Nueva York,
fornicador de tu madre,
dice Malone arrobado.
Aquí se puede vivir con poca cosa
y ser feliz con casi nada. Mírame
a mí sino,
jodido pálido.

Telemacus murió una madrugada
congelado,
cobijado en sus cartones y sus
plumas de paloma.

Walt Whitman
¡Oh mayordomo
de los campos
de cristal y acero,
jinete de mulatos,
enlazador de niños!

¡Basta de torpes
disfraces y tonadas
para flauta
subiendo y bajando
por los tensores
del puente
como una comadreja
perseguida por Dios!
Fascinante profeta, día del fin,
estás herido de verguenza
y bien lo sabes;
muchas jornadas se han ido
con la nieve, la vieja nieve negra
de las alcantarillas,
todo lo sabes de tí mismo,
y de los otros fantasmas
de las rocosas calles,
y de los grandes vientos,
y del marinero

recién degollado.

Eres la América que crece
en el silencio,
gran viejo no viril,
tu larga barba de amores apretados
por efebos sin raza,
la vieja culpa de tu sexo
atravesado por la aguja
que denunció Federico
y la bufanda de tu barba
conquistando el mundo.

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