I
Primero amaneció para mis ojos.
Que yo estaba caído
en la cisterna de tu sueño,
y sin saber voltearme el corazón
y alzarme de puntillas en su vértice
a espiar el alba de oro sólo mía.
¡Qué sin eco mi llanto, hoy, nublándome
en mi elevada soledad sin ángeles,
esa aurora que no amanece nunca!
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