No conocéis tal vez
las desgranadas
vertientes
del océano.
En mi patria
es la luz
de cada día.
Vivimos
en el filo
de la ola,
en el olor del mar,
en su estrellado vino.
A veces
las altas
olas
traen
en la palma
de una gran mano verde
un tejido
tembloroso:
la tela
inacabable
de las algas.
Son
los enlutados
guantes
del océano,
manos
de ahogados,
ropa
funeraria,
pero
cuando
en lo alto
del muro de la ola,
en la campana
del mar,
se transparentan,
brillan
como
collares
de las islas,
dilatan
sus rosarios
y la suave turgencia
naval de sus pezones
se balancea
¡al peso
del aire que las toca!
Oh despojos
del gran
torso marino
nunca desenterrado,,
cabellera
del cielo submarino,
barba de los planetas
que rodaron
ardiendo
en el océano.
Flotando sobre
la noche y la marea,
tendidas
como balsas
de pura
perla y goma,
sacudidas
por un pez, por un sol, por el latido
de una sola sirena,
de pronto
en una
carcajada de furia,
el mar
entre las piedras
del litoral los deja
como jirones
pardos
de bandera,
como flores caídas de la nave.
Y allí
tus manos, tus pupilas
descubrirán
un húmedo universo de frescura,
la transparencia del
racimo
de las viñas sumergidas,
una gota
del tálamo
marino,
del ancho lecho azul
condecorado
con escudos de oro,
mejillones minúsculos,
vedes protozoarios.
Anaranjadas, oxidadas formas
de espátula, de huevo,
de palmera,
abanicos
errantes
golpeados
por el
inacabable
movimiento
del corazón
marino,
islas de los sargazos
que hasta mi puerta
llegan
con el despojo
de
los arcoiris,
dejadme
llevar en mi cuello, en mi cabeza,
los pámpanos mojados
del océano,
la cabellera muerta
de la ola.