¿Qué espalda tan airosa!
¡Qué cuello! ¡Qué expresiva
volverlo un tanto sabe
si el rostro afable inclina!
¡Ay! ¡Qué voluptuosos
sus pasos! ¡Como animan
al más cobarde amante,
y al más helado irritan!
Al premio, al dulce premio
parece que le brindan,
de amor, cuando le ostentan
un seno que palpita.
¡Cuán dócil es la planta!
¡Qué acorde a la medida
va el compás! Las Gracias
la aplauden y la guían;
y ella, de frescas rosas
la blonda sien ceñida,
su ropa libra al viento,
que un manso soplo agita.
Con timidez donosa
de Cloe simplecilla
por los floridos labios
vaga una afable risa.
A su zagal, incauta,
con blandas carrerillas
se llega, y vergonzosa
al punto se retira.
Mas ved, ved el delirio
de Anarda en su atrevida
soltura: ¡Sus pasiones
cuán bien con él nos pinta!
Sus ojos son centellas,
con cuya llama activa
arde en placer el pecho
de cuantos, ¡ay!, la miran.
Los pies cual torbellino
de rapidez no vista,
por todas partes vagan,
y a Lícidas fatigan.
¡Qué dédalo amoroso!
¡Qué lazo aquel que, unidas
las manos con Menalca,
formó amorosa Lidia!
¡cuál andan! ¡cuál se enredan!
¡Cuán vivamente explican
su fuego en los halagos,
su calma en las delicias!
¡Oh pechos inocentes!
¡Oh unión! ¡Oh paz sencilla,
que huyendo las ciudades,
el campo solo habitas!
¡Ah! ¡Reina entre nosotros
por siempre, amable hija
del Cielo, acompañada
del gozo y la alegría!
Oda IX (fragmento) de Juan Meléndez Valdés
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