Olga Orozco de Olga Orozco

Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que

muero.

Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,

el ocio donde crecen animales extraños y plantas

fabulosas,

la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios

y entre alucinaciones,

y también el pequeño temblor de las bujías en el

anochecer.

Mi historia está en mis manos y en las manos con que

otros las tatuaron.

De mi estadía quedan las magias y los ritos,

Unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,

La humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,

Y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no

me conocieron.

Lo demás aún se cumple en el olvido,

Aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se

buscaba en mí igual que en un espejo de sonrientes

praderas,

y a la que tú verás extrañamente ajena:

mi propia aparecida condenada a mi forma de este

mundo.

Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el

orgullo,

en un último instante fulmíneo como un rayo,

no en el tumulto incierto donde alzo todavía la voz ronca

y llorada

entre los remolinos de tu corazón.

No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.

No puedo estar mirándola por primera vez durante

tanto tiempo.

Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte

porque soy tu testigo ante una ley más honda y más

oscura que los cambiantes sueños,

allá, donde escribimos la sentencia:

«Ellos han muerto ya.

Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por

infierno.

Son ahora una mancha de humedad en las paredes del

primer aposento’.

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