San Juan, 3
Él me dijo que era preciso
renacer, y yo le dije: ¿cómo?
¿a mis años puede un hombre
volver a entrar en el vientre de su madre?
Yo sentía mi rostro como una página escrita
en el viento y en la sombra
que hacían temblar nuestros cabellos
y nuestras simples vestiduras.
Las hojas también temblaban levemente,
con un sonido áspero y dulce, acariciando
los mediodías en el patio de la infancia.
Y él me dijo, y sus palabras
no parecían estar saliendo de sus labios
-¿tal vez porque la sombra los cubría, o porque era
tan ardiente su mirada?-: Oye,
tienes que renacer en el agua y el espíritu,
y hacerte del espíritu, si quieres
entrar en el Reino… Todo era
como un encuentro casual y lejanísimo
de dos amigos, y él estuvo hablando
todavía un rato, y yo sentí de pronto
que me hablaba con cierta dureza,
como reprendiéndome, y después
nos separamos silenciosamente.
Pero ahora estoy oyendo sus palabras de otro modo,
como si hubieran pasado por el agua de mi sueño
y gotearan en la luz de la mañana,
en la blanca bocanada de la luz, en las mañanas de mi infancia,
repitiéndome: si crees en mí,
si vuelves a nacer en el agua y el espíritu,
si te haces del espíritu…
Los niños pasan gritando por la ciudad vacía.