A Guillermo Payán Archer
¿Te acuerdas, acaso, de los barcos cargueros,
que arrimaban sus lomos andrajosos al muelle,
para escuchar más cerca el quejido terrestre,
en noches en que hervían estrellas sobre la soledad?
¿De esos barcos cansados, híspidos de mástiles,
sus cuadernas plagadas de lapas sempiternas,
su fondo un sol de óxido, alarido del hierro,
y en el puente un corazón hastiado para marcar el rumbo?
¿Recuerdas, también acaso, cómo en noches de juerga,
huíamos de la cálida órbita, a una hora imprecisa,
soñando zarpar en esos fondos de alma calafateada,
para dejarlo todo en la indecisa estela de las quebradas hélices?
Nunca huimos de veras.
Mientras veíamos la estela de nuestro barco naufragar,
cómo odiamos las cadenas que a tierra nos ataban,
e invocamos una vez más la libertad del mar.
Mas hoy zarpé. Sí, Guillermo. Zarpé.
No me fui con el loco capitán de un barco matrícula de Dublín
Ni me contrató el tuerto contramaestre del tanquero Amarú
Ni quise viajar de polizón, rumbo a nuestro amado Dar-el-Salaam
La mitad mía se desprendió de golpe,
y zarpó, muy ceñida, a una mujer rosada
de ojos claros de isleña sobre su rosa piel.
Y ambos vimos desde la popa la estela en su tremenda desnudez
Toda rosada ella, vikinga de tez color bermejo,
de olor a nuezmoscada, cabellos en cascada,
de senos amaranto con cráteres de aloque.
Su carne tornábase granate y su temblor reinaba.
Esta fue, pues Guillermo, la partida de mi mitad marina.
Se fue anidando, suave, en su rosado fondo y su rosada miel.
Atrás ya no había nada: quizás mi ser terrestre.
Adelante, el mar era rosado y mi canto también.