Llora el sol el camino hacia la noche
con sus párpados huidizos,
cerrando los ojos ante el día
que ambiciona el salitre del mar
y perpetuarse ciegamente
ante la noche.
El día queda devastado.
Imponente, el mástil nocturno se avecina,
con el caudal de las rosas oscuras
que transpiran el olor aciago
de los besos de una luz inmóvil.
Estudia la rotunda circunferencia
de una esfera inviolable y pura,
que abriga el cielo con un resplandor
de horas transidas de desvelo.
La noche vence
en el aquilatado rumor sombrío
de los pasos gigantes de la urbe,
donde dormimos sin mirar atrás
ensueños de penumbra dilatada.
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