La luna que tan dulcemente se dora en el campo
es mi madre cuando tocaba el violín
entre las lagunas y el pasto dormido,
en un campo tan dilatado,
rodeada de montes de naranjos
y el terco, invencible olor de los azahares.
Levantaba la lámpara en la noche
cuando llegaban los ladrones, y el diablo
que afilaba sus pezuñas en el techo
ya no podía pasar por las rendijas de las oraciones,
entre los hierros del rosario.
La veía de pie, con un vestido
blanco como el desierto, playa tierna del alma,
envuelta en una música del origen del mundo,
con venados rojos, duendes, tesoros,
viajes inmensos para los niños del asombro.
Y la ondulante melodía
se grababa con grandes corazones
en la corteza de los eucaliptus.
Tocaba el violín, daba órdenes
al loro, a las ánimas, a las lagunas,
a las oscuras criollas de cocina
de espesas trenzas donde dormía el relámpago.
Poema cuatro de Enrique Molina
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