Ah, si el pueblo fuera tan pequeño
que todas sus calles pasaran por mi puerta.
Yo deseo tener una ventana
que sea el. centro del mundo,
y una pena
como la de la flor de la magnolia,
que si la tocan se obscurece.
Por qué no tendrá el pueblo una cintura
amurallada
hasta el día de su muerte,
o un río turbulento que lo rodee
para guardar a la niña velazqueña.
Ah, sus pasos son como los de la paloma,
remansados;
para la amistad yo siempre la pinto sin pareja;
en una de sus manos lleva un globo
de agua,
en el que se ve lo frágil del destino
y lo continuado del vivir.
Su voz
es tan suave, que en su atmósfera convalece
la pena desgraciada,
y como en las coplas:
de su cabellera
nace la noche
y de sus manos el alba.
En qué piedad o dulzura se irán aclimatando
las cosas que ella mira
o le son familiares,
como el incienso,
la goma de limón
y la tardanza
con que siempre la miro.
Por qué no tendrá el pueblo allá
en su fondo,
un acueducto,
para que el paisaje que ven sus ojos
esté húmedo,
y nunca se fatigue de mirarlo.
Yo sé que su bondad
tiene más horas que el día,
y que todos sus pensamientos van entre el alba
y el atardecer
conmoviéndola.
Los días que se van la agrandan.
Qué horizonte estará más cercano
de su corazón,
para encaminar todos mis pasos
hacia él,
aunque se quede descalza la esperanza.
Quién la rescatará de la castidad,
mientras yo sólo anhelo
que en su voz,
algún día, llegue a oírme…