¡Transmutación! El mar, como un jilguero,
vivió en las enramadas. Sangre, dime,
repetida en los pulsos,
que es verdad el color de la magnolia, el grito
del ánadde a lo lejos, la espada en mi cintura
como estatua o dios muerto, bailarín de teatro.
¿No me mentís? Sabría
apenas alzar lámparas, biombos,
horcas de nieve o llama en esta vida
tan ajena y tan mía, así interpuesta
como en engaño o arte, mas por quién
o por qué misericordia?
Yo fui el que estuvo en este otro jardín
ya no cierto, y el mar hecho ceniza
fingió en mis ojos su estremecimiento
y su vibrar de aletas, súbitamente extáticas
cuando el viento cambió y otras voces venían
– ¿desde aquella terraza? – en vez de las antiguas,
color de helecho y púrpura, armadura en el agua.
Tanto poema escrito en unos meses,
tanta historia sin nombre ni color ni sonido,
tanta mano olvidada como musgo en la arena,
tantos días de invierno que perdí y reconquisto
sobre este mismo círculo y este papel morado.
No hay pantalla o visera, no hay trasluz
ni éstas son sombras de linterna mágica:
cal surca el rostro del guerrero, roen
urracas o armadillos el encaje de los claustros.
Yo estuve una mañana, casi hurtada
al presuroso viaje: tamizaban la luz
sus calados de piedra, y las estatuas
– soñadas desde niño – imponían su fulgor inanimado
como limón o esfera al visitante.
Visión, sueño yo mismo,
contemplaba la estatua en un silencio
hecho sólo de memoria, cristal o piedra tallada
pero frío en las yemas, ascendiendo
como un lento amarillo sobre el aire en tensión.
Hacia otro, hacia otra
vida, desde mi vida, en el común
artificio o rutina con que se hace un poema,
un largo poema y su gruesa artillería,
sin misterio, ni apenas
este sordo conjuro que organiza palabras o fluctúa
de una a otra, vivo en su contradicción.
Interminablemente, mar,
supe de ti: gaviotas a lo lejos
se volvían espuma, y ella misma
era una larga línea donde alcanzan los ojos: unidad. Y en el agua
van y vienen tritones y quimeras, pero es más fácil
decir que vivo en ella y que mi historia
se relata en su pálido lenguaje.
Pentagrama marino, arquitectónico,
qué lejano a este instante muerto bajo la mesa,
al sol en la pecera y el ámbar en los labios,
a la lengua de cáñamo que de pronto ayer tuve.
Interiormente llamo o ilumino
esferas del pasado y me sé tan distinto
como se puede ser siendo uno mismo y pienso
en el mejor final para este raro poema
empezado al azar una tarde de marzo.
Primera visión de marzo (I) de Pere Gimferrer
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