Conozco el habla de los hombres
que van curvados sobre el campo
y el grito puro de la tierra
cuando la hienden los arados.
Conozco el trigo que madura
-sol en monedas acuñado-
y las mujeres que transportan
su llamarada entre los brazos.
Generaciones de labriegos
van por el cauce de mi canto;
hembras del pecho en dos racimos,
firmes varones solitarios.
Ellos hablaban con Dios vivo
en el mensaje de los cardos
y conversaban con el agua
en el lenguaje de los pájaros.
Un abuelo de mis abuelos
era padrino de los álamos.
Otro acuñaba lunas nuevas
al levantar su hoz en alto.
En el silencio de mi madre
dormía el yuyo de los campos,
la yerba-luisa, el toronjil,
el vaso blanco de los nardos.
Todos me cantan pecho adentro;
van por mi sangre río abajo;
giran en trilla de jacintos
por mi silencio deslumbrado.
La tarde pura de mi verso
tiene gavillas y ganados,
porque aún miran con mis ojos
los que sembraron y sembraron.
Cuando galope cielo arriba
sobre mi yegua de topacio,
es que me tiene desvelado
mi sementera de los astros.
Conozco el grito jubiloso
del trebolar recién regado
y ese licor que se derrama
desde las copas del zapallo.
Sé del lagar, sé de las viñas
y de los mostos fermentando,
y sé de Baco que solloza,
borracho azul, entre los pámpanos.
Sé de las lentas escrituras
del humo gris sobre los ranchos;
del viento sur cuyo relincho
puebla la noche de caballos.
Sé de la harina mañanera
que agosto vuelca de un cedazo
y de los pozos que gotean
en un crepúsculo de cántaros.
Sabiduría de mi sangre
donde los llantos fermentaron.
Sabiduría de mi pecho.
Sabiduría de mis manos.
Lento, en la tarde silenciosa,
por este surco voy pasando;
surco sutil hecho en el tiempo
con el arado de mi canto.
Tengo de greda hecha la frente.
De greda tengo mis dos manos.
Sabiduría de mi sueño.
Sabiduría de mi tacto.
Porque conozco y sé la tierra,
viviré siempre deslumbrado
y conversando iré por ella
con la semilla y con el árbol.
Si de repente me muriera,
como se cae un campanario,
retemblarían las campiñas
en un galope de centauros.