Suave
la noche.
Blanca
la espuma, a flor
de labios. Tu cabeza
tronchada, cómo pende
del hombro.
Noche. Las estaciones
del trenecillo suburbano.
Acacias, bugambilias,
nísperos, tras de verjas, los caminos
entre acequias corruptas, de aguas negras
y brillantes. Bultos de moreras,
ásperas cañas de maíz
en dirección al mar. La Malvarrosa.
Ancho vagón de polvo y papelillos.
Cierras los ojos. Sientes
tu cuerpo joven, derrumbado, quieto,
pero germinativo y oloroso
como el estiércol. Sientes
cómo viene el azahar de oscuras fuentes,
cómo se emboscan las barracas
-girasoles, higueras-,
cómo ladran los perros a distancia,
cómo canta la vida desde el fondo
del barro.
Ya viene el mar, ya hueles
su frescor y su sal, su oscura mole
fragorosa. Ya caminas, ya sigues
al lado de las tapias. La Cadena,
el manantial de Sellarim, jardines
rotos, perdidos, de azulejos,
de fuentes y de bancos de azulejos.
Estrellas. Lejos los silbidos
del tren. Oh madreselva,
verdad, oh dispersión confusa,
aquí amaron tal vez -ficus enormes-,
aquí venían en calesa -blancos trajes
de seda cruda, gasas y sombreros
al viento, al mar-, aquí tomaron
zarzaparrilla, helados. Aquí urdieron
entrevistas nocturnas. Tantas cosas
que ignoras, tantos nombres
que ignoras, tanta dicha,
tanta pasión, que tú nunca sabrás.
Y ahora estos jardines
que pasaron de moda, estos solares,
estos faroles rotos, estas tapias
de bambú, de jazmines, de mojadas
pasioneras.
Oh noche, cómo es frágil
tu paso, cómo es joven
tu ropa descolgada y polvorienta;
cómo están secas estas manos
vacías, que te duelen, entre tanta
facilidad. Mas cómo es grande y pura
la ligereza, el temple con que bebes
lo que te dan: la vida misteriosa,
la densidad oscura, informe, vaga;
este total, lejano desvarío
de tus pasos, en medio del perfume
de los huertos, este ir a casa mudo,
prieto, febril, dichoso, ebrio de muerte.