Reloj de arena de Carlos Bousoño

A Emilio Lorenzo

Un diálogo consigo mismo es lo que consigue el hombre
al atardecer,
contemplando el reloj de la arena que cae.
Un monólogo, una susurrante confidencia,
un murmullo apenas inteligible donde se desmorona el
pasado
continuamente, perezosamente deleznable, con lentitud
cruel, con perversa demora.

Cae la arena despacio por el diminuto agujero,
el esplendor de la vasta mañana.
La luz del sol, indolente, infinita, cae.
Cae el amor, desolado, indirecto.

La atroz verdad convertida en sí misma,
la enormidad de una pequeña causa,
por el conducto mínimo,
inverosímilmente.
El horizonte interminable, la playa desierta.

Sobre mí que medito en la sombra
va cayendo muy leve, pausada
lluvia imperceptible:
una lluvia lenta de polvo exquisito
que con tacto y sutil cortesía
pone extraño, enigmático el mundo.
Polvo gris donde había otra cosa,
tan pequeña, y aún la sigues pidiendo.
Donde había una mano, una rosa.

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