Al doctor Adolfo Altamirano
Don Gil, Don Juan, Don Lope, Don Carlos, Don Rodrigo,
¿cúya es esta cabeza soberbia? ¿Esa faz fuerte?
¿Esos ojos de jaspe? ¿Esa barba de trigo?
Este fue un caballero que persiguió a la Muerte
Cien veces hizo cosas tan sonoras y grandes
que de águilas poblaron el campo de su escudo;
y ante su rudo tercio de América o de Flandes
quedó el asombro ciego, quedó el espanto mudo.
La coraza revela fina labor; la espada
tiene la cruz que erige sobre su tumba el miedo;
y bajo el puño firme que da su luz dorada,
se afianza el rayo sólido del yunque de Toledo.
Tiene labios de Borgia, sangrientos labios dignos
de exquisitas calumnias, de rezar oraciones
y de decir blasfemias; rojos labios malignos
florecidos de anécdotas en cien Decamerones.
Y con todo, este hidalgo de un tiempo indefinido
fue el abad solitario de un ignoto convento,
y dedicó en la muerte sus hechos: «¡AL OLVIDO!»
Y el grito de su vida luciferina: «¡AL VIENTO!»
En la forma cordial de la boca, la fresa
solemniza su púrpura; y en el sutil dibujo
del óvalo del rostro de la blanca abadesa
la pura frente es ángel y el ojo negro es brujo.
Al marfil monacal de esa faz misteriosa
brota una dulce luz de un resplandor interno,
que enciende en las mejillas una celeste rosa
en que su pincelada fatal puso el Infierno.
¡Oh, Sor María! ¡Oh, Sor María! ¡Oh, Sor María!
la mágica mirada y el continente regio,
¿no hicieron en un alma pecaminosa un día,
brotar el encendido clavel del sacrilegio?
Y parece que el hondo mirar cosas dijera,
especiosas y ungidas de miel y de veneno.
(Sor María murió condenada a la hoguera:
dos abejas volaron de las rosas del seno.)