Sala de disección de José Watanabe

Un cadáver puede provocar una filosofía del ensimismamiento,
sin embargo los estudiantes admirablemente
estaban entusiasmados con su muerto,
lo rodeaban
y discutían con fervor la anatomía de ese cuerpo de piel coriácea.
Yo aprendía otra lección:
la vida y la muerte no se meditan en una mesa de disección.
Los estudiantes me previnieron
que iban a extraer el cerebro. Permanecí con ellos:
a veces soporto lo siniestro sin perturbarme demasiado.
No hay sofisticación instrumental para retirar un cerebro,
una modesta sierra de carpintero
cortó el cráneo a la altura de las sienes,
luego sumergieron el órgano mítico en un frasco lleno de formol.
Yo me dediqué a observarlo, solo, en otra mesa
mientras los estudiantes seguían cotejando su denso libro con el muerto.
Sorpresivamente
una burbuja brillante brotó del interior del cerebro
como un mensaje venido de la otra margen,
y no había boca que lo pronunciara.
No había boca.
La burbuja, muda, se deshizo en ese aire levemente podrido.

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