Salvación por el cuerpo de Pedro Salinas

¿No lo oyes? Sobre el mundo,
eternamente errante
de vendaval, a brisas o a suspiro,
bajo el mundo,
tan poderosamente subterránea
que parece temblor, calor de tierra,
sin cesar, en su angustia desolada,
vuela o se arrastra el ansia de ser cuerpo.
Todo quiere ser cuerpo.
Mariposa, montaña,
ensayos son alternativos
de forma corporal, a un mismo anhelo:
cumplirse en la materia,
evadidas por fin del desolado
sino de almas errantes.
Los espacios vacíos, el gran aire,
esperan siempre, por dejar de serlo,
bultos que los ocupen. Horizontes
vigilan avizores, en los mares,
barcos que desalojen
con su gran tonelaje y con su música
alguna parte del vacío inmenso
que el aire es fatalmente;
y las aves
tienen el aire lleno de memorias.
¡Afán, afán de cuerpo!
Querer vivir es anhelar la carne,
donde se vive y por la que se muere.
Se busca oscuramente sin saberlo
un cuerpo, un cuerpo, un cuerpo.

Nuestro primer hallazgo es el nacer.
Si se nace
con los ojos cerrados, y los puños
rabiosamente voluntarios, es
porque siempre se nace de quererlo.
El cuerpo ya está aquí; pero se ignora,
como al olor de rosa se le olvida
la rosa. Le llevamos
aliado nuestro, se le mira
en los espejos, en las sombras.
Solamente costumbre. Un día
la infatigable sed de ser corpóreo
en nosotros irrumpe,
lo mismo que la luz, necesitada
de posarse en materia para verse
por el revés de sí, verse en su sombra.
Y como el cuerpo más cercano
de todos los del mundo es este nuestro,
nos unimos con él, crédulos, fáciles,
ilusionados de que bastará
a nuestro afán de carne. Nuestro cuerpo
es el cuerpo primero en que vivimos,
y eso se llama juventud a veces.
Sí, es el primero y eran dieciséis
los años de la historia.
Agua fría en la piel,
zumo de mundo inédito en la boca,
locas carreras para nada, y luego,
el cansancio feliz. Tibios presagios
sin rumbo el rostro corren,
disfrazados de ardores sin motivo.
Nos sospechamos nuestros labios, ya.
La primer soledad se siente en ellos.
¡Y qué asombrado es el reconocerse
en estas tentativas de presencia,
nosotros en nosotros, vagabundos
por el cuerpo soltero!
Alegremente fáciles,
se vive así en materia
que nada necesita, si no es ella,
igual que la inicial estrella de la noche,
tan suficientemente solitaria.
Así viven los seres
tiernamente llamados animales:
la gacela
está en bodas recientes con su cuerpo.

Pero luego supimos,
lo supimos tú y yo en el mismo día,
que un cuerpo que se busca
cuando se tiene ya y se está cansado
de su repetición y de su pulso,
sólo se encuentra en otro.
¿Con qué buscar los cuerpos?
Con los ojos se buscan, penetrantes,
en la alta madrugada, ese paisaje
del invierno del día, tan nevado;
en el lecho se buscan,
donde estoy solo, donde tú estarás.
La blancura vacía
se puebla de recuerdos no tenidos,
la recorren presagios sonrosados
de aquel rosado bulto que tú eras,
y brota, inmaterial masa de sueño,
tu inventada figura hasta que llegues.

Allí, en la oscura noche,
cuando el silencio lo permite todo
y parece la vida,
el oído en vela escucha
vaga respiración, suspiro en eco,
sospechas del estar un cuerpo aliado.
Porque un cuerpo -lo sabes y lo sé-
sólo está en su pareja.
Ya se encontró: con lentas claridades,
muy despacio.
¡Cómo desembocamos en el nuevo,
cuerpo con cuerpo igual que agua con agua,
corriendo juntos entre orillas
que se llaman los días más felices!
¡Cómo nos encontramos con el nuestro
allí en el otro, por querer huirlo!
Estaba allí esperándose, esperándonos:
un cuerpo es el destino de otro cuerpo.

Y ahora se le conoce, ya, clarísimo.
Después de tantas peregrinaciones,
por temblores, por nubes y por números,
estaba su verdad definitiva.
Traspasamos los límites antiguos.
La vida salta, al fin, sobre su carne,
por un gran soplo corporal henchidas
las nuevas velas:
atrás se cierra un mar y busca otro.
Encarnación final, y jubiloso
nacer, por fin, en dos, en la unidad
radiante de la vida, dos. Derrota
del solitario aquel nacer primero.
Arribo a nuestra carne trascorpórea,
al cuerpo, ya, del alma.
Y se quedan aquí tras el hallazgo
-milagroso final de besos lentos-,
rendidos nuestros bultos y estrechados,
sólo ya como prendas, como señas
de que a dos seres les sirvió esta carne
-por eso está tan trémula de dicha-
para encontrar, al cabo, al otro lado,
su cuerpo, el del amor, último y cierto.
Ese
que inútilmente esperarán las tumbas.

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