¿Por qué esta voz antigua desvelada y ardiente
que me sube a los labios cuando quiero cantarte?
¿Por qué he de buscar el viejo acento griego
para decirte que te amo?
Daré mi voz al río que mece tu existencia,
al viento delicado que orea tu ignorancia.
Quizás ella consiga huracanar tu sangre
en férvida borrasca de deseos
y te arrebate al sobrio mundo tuyo
para clavarte vivo en mi locura.
Tú jamás me miraste con tus ojos humanos.
Ignoras todavía que soy morena y pálida
que tengo un ritmo arcaico de danzarina ibera.
Desconoces mi sueño fabuloso y magnífico,
la sed que como un nudo me ciñe la garganta.
Estás ciego a mi gracia, sordo al supremo canto
que para ti concibo.
¡Ah, déjame quererte con toda la potencia
de mi sangre mezclada y generosa!
¡Por mis antepasados helénicos y hebreos,
por aquellos latinos celtíberos que me dieron su sangre,
bien merezco que gustes de besarme la boca!
Sola estoy en la selva de mi mortal fatiga,
exhausta de esperarte.
¡Dime qué mal sin nombre me acongoja la vida!,
¡dime qué fuego es éste
que tú enciendes en mí, como un reguero
de sol desde mi nuca a mis rodillas!
¿Es para siempre ya mi amor? ¿acaso
te irás de mí como se van los sueños,
los pájaros, los días?
Me quisiera morir prieta a tu cuerpo,
ceñida por tu brazo duro y joven,
abrasada de sed y respirando
tu olor a varón limpio y admirable.