Solía ser en el estío. El viejo coche
se llevaba a los otros… Y la tarde tranquila
se iba alejando por los prados de la noche,
a un murmullo de pinos ya una queja de esquila.
El coche aparecía, ladrado de lebreles,
a la vuelta fragante del camino de arena.
Los ¡adiós! se perdían entre los cascabeles…
Nos quedábamos solos en la hora serena.
Silencio, tú surgías de nosotros. Las manos,
más blancas que la luna, entibiaban su anhelo,
y, bajo los pinares, nuestros ojos cercanos
se ponían más grandes que la mar y que el cielo.
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