Soliloquio de la enamorada de la noche de Miguel Arteche

Pero ayer no fue tu tiempo. Tu tiempo comenzaba
detrás de la oscuridad, en las doradas
tumbas de algún otoño. Porque tu tiempo
no es el de ayer, ni siquiera será el que me arranques
el día de la mirada. Pasé yo junto a ti,
y te miraba. Y era el tiempo sobre los sellos del amor.

Las calles en que no estás se han tornado vacías:
la alegría furiosa estalla en el pavimento:
brotan las extrañas flores de los rostros
recibiendo la luz gloriosa: y en la tarde
la juventud es inmortal bajo la cólera de la vieja primavera.
Y tiemblo al recordarte: escucho siempre tus palabras:
temblaba cuando abandonaste tu mano sobre mi vientre,
porque me sentía herida: y eran tus palabras
las que me penetraban. Y era el óleo primero del amor.

Ay: el tiempo y las tinieblas del amor están perdidos,
y no tengo raíz que me haga renacer,
y no puedo despedirme entre estas cuatro paredes muertas.
Ay: el tiempo del amor derrotado, el minuto del viento que pregunta
fluyen en mí, manan de mi cuerpo como los ríos claustrales de la ausencia,
y estoy despierta en la noche mientras el cielo arde desde que amanece
y la gloria de abril se escucha afuera.

Todo era hermoso entonces. Estabas
siempre partiendo de ti mismo. Y yo partía
de ti para encontrarme. Si te inclinabas
el agua del amor me borraba los ojos. Si te inclinabas
era como si tu vientre se uniera con el mío dentro del vientre de tu madre,
y yo no hacía sino quemarme interminablemente,
y mirando todo el mundo pasar ante mis ojos, tú entrabas
en mi muerte, mudo, y la penetrabas,
cuando descendías sobre mi cuerpo, y cuando mi cuerpo era
tu agricultura sedienta.

¿Es él el que regresa preguntando cuánto ha durado el tiempo y cuántos siglos espero?
Yace en otro país y otro tiempo late para él, otro tiempo distinto del mío:
duerme mientras yo camino y converso con otras personas:
y yo no puedo estar en ninguna de esas cosas,
y no es él el que vuelve sino la lluvia que amenaza a la capital desde el norte
y los millones de miradas estremecidas por el repentino otoño que ha llegado.
¿Quién llama, amor mío, desde las torres de los edificios altivos?
¿Eres tú el que pregunta en el silencio de la noche?
Los pasos se alejan por la calle y los muros envejecidos:
y no eres tú el que regresa,
porque sólo se tienden sobre mi rostro todas las insignias del amor derrotado
y nada queda en mi corazón sino los ecos que repiten largamente
las campanas de la oscuridad.

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