Dulce Jesús de mi vida,
¡qué dije!, espera, no os vais:
que no es bien que vos seáis
de una vida tan perdida.
Pero si no sois de mí,
yo, mi Jesús, soy de vos,
porque quiero hallar en Dios
esto que sin Dios perdí.
Mas ya vuelvo a suplicaros
que de mi vida seáis:
que si vos no me la dais,
no tendré vida que daros.
Deseo daros mi vida,
y sin vos no es daros nada,
porque con vos va ganada,
cuanto sin vos va perdida.
Muérome de puro amor
por llamaros vida mía:
que la que sin vos perdía,
ya no la tengo, Señor.
Pues vuestra piedad me adiestra
como a oveja reducida,
quiero llamaros mi vida,
aunque he sido muerte vuestra.
Vida mía, en este día
me habréis de hacer un favor;
¡oh, qué bien me va, Señor,
con llamaros vida mía!
Luego que vida os llamé,
a pediros me atreví,
porque el regalo sentí
que en vuestro brazos hallé.
Y es que jamás permitáis
que otra vida sin vos tenga:
que no es bien que a vivir venga
vida donde vos no estáis.
¡Ay Jesús! ¿Cómo viví
sólo un momento sin vos?
Porque si la vida es Dios,
¿qué vida quedaba en mí?
¡Qué cosas tuve por vida
tan miserables y tristes!
¿Es posible que pudistes
sufrir cosa tan perdida?
Pero sospecho, mi Dios,
que fue permitirlo así,
para que viesen en mí
qué sufrimiento hay en vos.
Pero no lo habéis perdido,
¡oh soberana piedad!,
pues conozco mi maldad
por lo que me habéis sufrido.
Porque sé de aquel vivir,
como si Dios no tuviera:
que quien menos que Dios fuera
no me pudiera sufrir.
¡Qué de veces os negué
por confesar mi locura
a la fingida hermosura,
donde no hay verdad ni fe!
Si la vuestra en la cruz viera,
¡ay Dios y cuánto os amara!
¡Qué de lágrimas llorara,
qué de amores os dijera!
No sé, mi bien, qué os tenéis,
que todo me enamoráis,
o es que, como abierto estáis,
mostráis lo que me queréis.
Amenazado de vos,
parece que no os temí,
y lleno de sangre sí;
decid, ¿qué es esto, mi Dios?
¡Oh qué divinos colores
os hace esa sangre fría!
¡Oh cómo estáis, vida mía,
para deciros amores!