Piedras llevadas por el viento,
con la misteriosa canción de los muertos
retumban
contra mi corazón, y la antigua
pasión del furor de partir sopla de nuevo,
murmura besos, calendarios de lo desposeído,
sangre de la lejanía, sangre de la lejanía.
Esa dicha fue a la vez unánime y transitoria,
tantos países de antaño, devoradores,
se fríen lejos y rechinan, irrumpen
con una belleza implacable, con bocas
húmedas del rocío de los sueños, y de pronto
un rostro de huérfana brilla de nuevo al sol.
Acabas de grabar un bisonte en la caverna,
acabas de resucitar una llamarada de la distancia,
algunas historias
para instalarte en un infierno propio donde
ya la gente no canta ni penetra a sus casas,
para llegar sólo al establo roto, al suelo desfondado,
con placeres como novias arrojadas por la escalera.
Todo aquello al fin será la luz, el grito de la lluvia,
la pisada de un cuerpo fantasma
en las orillas fulgurantes del mundo.
Ciertas criaturas de frontera, ciertos éxtasis,
alguna vez amamos en el altiplano, montaña, buitres,
el andar femenino de las llamas, tales delirios
desde las grandes fiestas al olvido en medio
de viajes y caminos que se cruzan, risotadas
de esas gentes con rostros de plumas o de cuero, en el frío,
entre los ácidos cactus erizados por el zapateo
y la embriaguez de los indios, dichosos
de una grandeza tan humilde.
En una posada, junto a la mesa, con una olla de hierro,
surgió una mujer desde el fondo de un pozo de fuego,
con ojos de una ternura viciosa,
taciturna mujer de servicio con triple falda
y la pesada trenza negra donde nacía la tormenta,
para que el camino se hundiera y la roja
franja de sus labios brillara a la intemperie,
hasta que la inmensa música de su latido
llegara hasta mi pecho como una galaxia sexual
en lo más profundo del cielo, como si nada pudiera
ir más allá de su sangre y de su ensoñación.
De todo eso un gran pájaro vuela,
sus alas atruenan en la diversidad del mundo.