Suelta su vago humor de vidrio
contrito, mi alma; desde el fondo,
un burbujear de fango encrespa;
y el águila insomne que empollaba
en mí las brasas del valiente,
ya dormitando, cacarea.
Y así me van dejando, amigo;
así se enmustian mis guirnaldas.
Ni siquiera una pasión me mata:
de grietas torpes, de penumbras,
ciento de enfermedades sórdidas,
ya no me miro.
Ya mi fuerza
no anda con mis piernas; ni mis brazos
se cumplen moviéndose, ni medra
mi corazón en la alegría.
Luego, el ir viviendo, y el doliente
espejo, calvo en las almenas
de la cabeza; la oficina,
la mano cortada, la costumbre
de perder los gustos que uno amaba.
Piedra es mi lengua entre cenizas.
Pues cansado estoy, pues viejo a voces,
pues solamente voy jalando.
Un fruto seco reproducen
las costillas descorazonadas.
Ni por si acaso ya me miro;
en la cara aguanto, al descubierto
los resollares de la noche.
Pérfidamente, la vergüenza
benévola del carnicero,
vio la ilustración inalcanzable.
Y el vino y la sal y el pan y el agua
lloran, y me alejan sus guirnaldas
en conmistión; me desamparan
las brasas del poder, el águila
combustible; duerme el aspersorio
del orgullo, el verbo reviviente.
Amigo, amigo. Se enmustiaron
mis flores marchitas; en desgracia
recordando voy, como de vida.
Y para acabar, por no rendirme,
no canto ya ni me despido.