Sus ojos se entornaron; sobre los blancos hielos
de las altivas cumbres agonizaba el sol;
y de las densas brumas tras de los amplios velos
quedó flotando, a solas, inmóvil, en los cielos,
el lívido cadáver del último arrebol.
La luna, como un arco de nívea luz cuajada,
subió con lento paso del infinito en pos;
y entonces, reclinando la frente inmaculada
sobre mi pecho -¡mira!- me dijo mi adorada-
¡qué barca tan hermosa para bogar los dos!
Hoy…»ella» ya no existe! Bajo un rosal florido
descansa la que un día me dió luz y calor;
mas desde aquella tarde, contemplo, entristecido,
la luna, cuando sóla, como un bajel perdido
en el azul derrama su gélido fulgor.
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