Hay noches en las que el insomnio avisa
y no te asalta el cuarto por sorpresa,
ni te sostiene los brazos y te asedia.
Hay noches en las que el insomnio avisa
y no se te hace la indolencia extraña
ni el fracaso se torna repentino
en esta soportable habitación deshabitada.
Son noches en las que no te acuestas
y te pasas las horas a las puertas de un poema;
deambulas por la casa y fumas
y te asombras del silencio
que hay detrás de las ventanas.
El latido nómada de tu voz menguada
busca el verso exacto del cansancio
que te permita retornar al desierto
donde fuiste un día mercader de sueños.
Y piensas. Y se te insinúa la vida
en la música, la luz y los cuadernos.
El alcohol de la repisa se te ofrece fácil y barato
como una prostituta triste.
Y amas entonces la música,
y Ella Fitzgerald llora por ti,
y la oyes, y estás contento
de que alguien llore por ti
y de que la desolación no consiga inmutarte.
Te vengas de la vida en la pereza
y haces inventarios de tus sueños
en un poema nuevo
-menos triste de lo que esperabas-
que rompe la placenta y te abandona.
Se va,
se va,
se va
y cierra la puerta
dejándote más solo todavía.