¡Oh,Juan! ¿por qué sueñas siempre rosas?
Ya no nos caben en la habitación,
esto no puede seguir así:
Cada día te levantas con las sábanas llenas de rosas
y si por casualidad hacemos el amor
no se conforman con quedarse quietas de mañana, no:
danzan las gamberras al son de los exquisitos minués que
trazan
tus dedos al vestirme.
Por eso, me niego a que me pongas la camisa,
a que me anudes el pañuelo…
dime, ¿qué vas a hacer con esa encina desdentada y la camelia
negra
que se vinieron contigo cuando terminaste de dar un paseo por
el campo?
Ayer nos sorprendió un aguacero precioso
y como yo no llevaba gorro y sí el pelo recién lavado,
convertiste las gotas en diminutos paraguas de nácar,
yo te agradezco la gentileza de tu magia
pero el campo necesitaba agua
y lo dejaste blanco, tan blanco,
que parecía leche cuajada.
Menos mal que luego caíste en la cuenta del error
y los paraguas volaron para dejar paso
a tres mil nubes que se posaron dulcemente
en los prados, en los cerros, en los sembrados
para dar alegría y pan al santo campesino
que se hizo arrugas de un metro de profundidad por reír tanto.
En fin, Juan, haces lo que quieres con la naturaleza
y a mí me irrita el no poder enfadarme nunca contigo
a pesar de tener motivos grandes y justificados.
Desde ahora te anuncio mi ultimátum:
una de dos, o renuncias a tu poder modificante
de niños que cambian pañales por barcos,
de aceituna que, porque le da la gana, se transforma en ciruela
los domingos,
o nos mudamos a otra buhardilla
que tenga suficiente espacio para meter allí todos tus trastos…
¡Porque mira que eres pesado!
Porque mira que te quiero tanto, alquimista barato.