No digas nada, Joana,
tan sólo escúchalo y no digas nada.
Íbamos caminando en la lluviosa
mañana por el pueblo adormecido,
entrábamos despacio
por una larga calle de adoquines
que no llevaba hacia ninguna parte.
Los niños nos llamaban con canciones
para acercamos al canal, que viésemos
su casa reflejándose en el agua.
Te gustaba, ¿recuerdas?,
ver a los niños. Al marchamos
quedaban sus caritas pegadas al cristal,
sus voces apagándose en el agua.
Llegamos tarde. Demasiado. Tanto
que siempre volveremos separados:
ese es el precio por haber podido
entrar dentro de un cuento.
Y qué suerte encontrarte ahora aquí,
de madrugada, convertida en patio:
esto quiere decir que todo el tiempo
estabas junto a mí en la oscuridad.
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