-¿Has leído Los reyes en el exilio de Daudet?
-No, todavía no he salido de mi biblioteca.
Escribir no me salva de padecer el mundo
cifrado bajo el hielo que ahora cubre mis manos,
ni la hoja vacía resuelve mi problema
(según me dijo Freud) de ser un animal
que opera la mecánica del texto a cinco patas.
Donde los hombres tejen su discurso de sabios
con corbatas o dictan sus riquezas de falsos
crisantemos azules (brillos y teorías de un jardín
posmoderno) yo me oculto entre hierbas.
(Me gusta comer flores que sepan a ignorancia.)
Donde la ciencia exhibe una cuerda abismal
que va desde los monos al invisible Espacio,
me siento a caminar (lo aprendí con Daudet).
En mis manos no crecen los párrafos con lirios
porque la flor de lis es un símbolo heráldico
y yo no pertenezco, a pesar de mis nombres,
ni a Virginia ni a Francia. Tampoco la belleza
me volverá a matar porque bastó en mi infancia
la brisa de esa lana breve, de perfección,
que envolvía mis ojos bajo un grifo de lluvia.
No sé por qué detesto también junto a mi oficio
los puentes sobre el cielo, las ciudades de Europa,
las marcas de las ropas, el símbolo del número
que cada movimiento, al caminar sin rumbo,
deposita en el campo neuronal de mi mente…
No me salva tampoco la vana arquitectura
del genoma, los signos, los conceptos, los libros
a orillas de una taza dorada de Murano.
Ni museos, ni calles con trajes de difuntos
adornando las plazas, los bares, los teatros.
Tampoco las iglesias, ni mudas librerías,
ni el salón de los climas que adorna Copenhague.
Un puñado de arena en las manos me salva
porque al mirarlo dice que soy una partícula
perdida entre millones de moléculas Waals,
y porque el universo que vemos es un hueco,
un desierto, agujero, Gran Maya o espejismo
que según Schopenhauer dejará de existir
cuando se oiga el motor de la causa primaria
anunciando en silencio, bajo el reino del fuego,
que han muerto las galaxias, las rosas, las esferas.