Pienso en un tigre. Bajará a la ciudad
a la hora en que abren los bares
y se expande un intenso perfume
humano. Anochece. Sediento
se acodará en la barra y beberá
unas copas con los ojos prendados
del brillo siniestro y metálico,
dúctil su lengua, aromado el local
con un vaivén continuo de clientes.
De fondo un blues elástico y el rugir
endiablado de las máquinas tragaperras.
Observa en silencio y remoja sus fauces.
Le delata la garra que esconde su camisa.
Nadie diría por su aspecto
que es un cruel asesino de la selva,
sino un hombre sin prisas, indolente,
incapaz de inventarse otra rutina.
Cada viernes, tierno y solitario,
cometerá un crimen sin más rastro
que un poema olvidado sobre la barra.
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