Las velas se vuelven
picoteadas por un dogo de niebla.
Giran hasta el guiñapo,
donde el gran viento les busca las hilachas.
Empieza a volver el círculo
de aullidos penetrantes,
los nombres se borran, un pedazo
de madera ablandada por las aguas,
contornea el sexo dormilón del alcatraz.
La proa fabrica un abismo
para que el gran viento le muerda los huesos.
Crecen los huesos abismados,
las arenas calientan
las piedras del cuerpo en su sueño
y los huevos con el reloj central.
El alción se envuelve en las velas,
entra y sale en la blasfemia neblinosa.
Parece con su pico
impulsar la rotación de la fragata.
Gira el barco hacia el centro
del guiñapo de seda.
Sopladas desde abajo
las velas se despedazan
en la blancura transparente del oleaje.
Una fragata
con todas sus velas presuntuosas,
gira golpeada por un grotesco Eolo,
hasta anclarse en un círculo,
azul inalterable con bordes amarillos,
en el lente cuadriculado de un prismático.
Allí se ve una fingida transparencia,
la fragata, amigada con el viento,
se desliza sobre un cordel de seda.
Los pájaros descansan
en el cobre tibio de la proa,
uno de ellos, el más provocativo,
aletea y canta.
Encantada cola de delfín
muestra la torrecilla en su creciente.
Hoy es un grabado
en el tenebrario de un aula nocturna.
Cuando se tachan las luces
comienza de nuevo su combate sin saciarse,
entre el dogo de nieblas y la blancura
desesperadamente sucesiva del oleaje.
Una fragata, con las velas desplegadas de José Lezama Lima
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